Frijoles borrachos con cerveza

Los más ricos frijoles

Los más ricos frijoles

Juan, un hombre corpulento, se encontraba pensativo sentado en la cima de un cerro, bajo la sombra de un frondoso árbol, recordando su humilde pero feliz infancia, acariciaba, con amor, la tierra que lo vio crecer.

Ese día se cumplía un año más sin su madre. Al recordar los pasajes de su vida al lado de ella, no podía contener el llanto, las lágrimas caían por sus mejillas perdiéndose en su bien recortada barba gris.
Agradeciendo al cielo contempló el verde valle hasta llegar a los extensos sembradíos de frijol, todo lo que sus ojos alcanzaban a ver le pertenecía.

Se escuchaba el agua correr por el rio a las faldas del cerro, el sonido se mezclaba con risas de niños, que provenían de una fabulosa casa dentro del mágico paisaje, el humo de la vieja chimenea se elevaba al cielo, Juan agarró el dije que colgaba de su cuello sostenido por una gruesa cadena de oro, era un pequeño y viejo saco de cuero que guardaba en su interior tres diminutas esferas de oro esculpidas finamente por un experto joyero, el singular diseño protegía y permitía ver un frijol dentro de cada una.

Juan tomó entre sus ásperas manos el morralito de cuero, con gran ternura lo acercó a su rostro y envió con él un tierno beso al cielo.

Te amo y te extraño madre, exclamó

Siendo apenas un niño sus manos parecían ser las de una persona adulta, desde los 8 años fue obligado por su padre al arduo trabajo, llenaba carretillas con pesadas piedras que los trabajadores extraían de la mina que antes se encontraba en ese mismo lugar.

María, su madre, se casó muy joven y enamorada de su padre, la casita donde vivieron se las construyó su abuelo con sus propias manos, su mayor satisfacción fue hacer la chimenea, sonriendo les dijo que estaba tan bien hecha que duraría más tiempo que todos sus descendientes.

El padre de Juan se llamaba Javier, fue hijo de una familia muy rica, pero cuando Javier era un adolescente su familia perdió toda la gran fortuna en las apuestas de juegos que hacía su padre, un aficionado al juego de cartas, la desdichada familia guardaba mucha amargura que con el tiempo, el Javier adoptó.

María quería que su hijo Juan, se convirtiera en un hombre de bien, que estudiara lo que más le apasionara, que conociera el mundo, siempre le inculcó el respeto por toda forma de vida, lo educó para que construyera felicidad para él y para su entorno.

Pero su padre se negó, no le permitió seguir asistiendo a la escuela.

Era un hombre violento, impulsivo, enojado todo el tiempo con todo y por todo. Su cólera se encendía ante el menor motivo y muchas veces sin motivo.
Trabajaba en la mina, bajo las órdenes de jefes abusivos que obligaban a los mineros a trabajar dobles jornadas con sueldos muy bajos, la mitad del pago lo hacían con frijoles, la otra mitad en efectivo, dinero que Javier gastaba en vino.

Todas los días, muy temprano, María cocinaba los más ricos frijoles para el desayuno, también llevaba a vender al mercado, se le terminaban muy rápido por lo sabroso que estaban, a nadie le quedaban tan exquisitos como a ella.

Una mañana se levantó aún más temprano, llena de alegría salió al campo a cortar flores. Regreso pronto y sin hacer ruido adorno con ellas la mesa, preparó de diferentes maneras los más ricos frijoles para el desayuno, también incluyó bebida y postre de frijoles.

Cuando se despertaron el desayuno ya estaba listo sobre la mesa bien decorada.

Su esposo Javier, al ver la mesa tan bonita, frunció el ceño y con mirada de desconfianza le preguntó: y eso?

Ella le dijo que les tenía una maravillosa sorpresa.

La cara de Javier se puso aún más dura, gruñía muy molesto, dijo que no le gustaban las sorpresas.

Su madre, esta vez, no hizo caso de la actitud de su esposo, ella estaba muy feliz por la noticia que estaba a punto de compartir con ellos.
Ya sentados, ella les miró a los ojos y les mostró un papel del laboratorio del pueblo con los resultados positivos de su embarazo.

Su esposo parecía no entender lo que sucedía.

Sonriendo y con lágrimas de felicidad, ella les dio la noticia de que tenía cuatro meses de embarazo.

Juan de un brinco llegó hasta sus brazos y la llenó besos.
Emocionado gritaba y brincaba: “Un hermano, un hermano, gracias madre, gracias Dios”.

Pero su padre reaccionó muy diferente, enojado y de un manotazo arrojó al suelo todo lo que estaba en la mesa, el desayuno y las flores rodaron por el limpio piso de tierra.

Se levantó tirando la silla y la mesa, le arrebató el papel que ella asustada sostenía cerca de su corazón.

Juan no podía creer lo que veía. Su padre escupió sobre el papel, lo estrujo y lo rompió en mil pedazos, para después lanzar todo al fuego de la chimenea.

De una zancada se puso delante de ella con actitud amenazante. Alzó el puño cerrado, temblando de coraje se contuvo, giró y salió de la casa dando un tremendo portazo.

Su madre corrió hacia la chimenea intentando rescatar el papel que inmediatamente se convirtió en ceniza.

Discretamente limpio sus lágrimas e intentó calmar a Juan, disculpando la reacción de su padre.

Juan y su madre salieron rumbo a la escuela que estaba a varias millas cruzando el río.

Caminaban en silencio, Juan podía ver la tristeza de su madre, ella quería disimular lo que sentía pero Juan vio en el rostro de María gestos de dolor y cómo con las manos protegía su vientre.

Juan le dijo que regresaran a casa, ella le contesto que todo estaba bien, que siempre tuviera respeto a su padre, que no se enojara ni guardara rencor, porque tener resentimientos es ocupar parte del corazón con basura.

Durante las noches siguientes, Juan escuchaba el llanto de su madre y los insultos de su padre.

Le decía que cómo era posible que se hubiera embarazado si eran tan pobres, le reclamó que se hubiera hecho los análisis en el laboratorio del pueblo, ahora ya lo sabían y se darían cuenta si él mismo le provocaba otro aborto.

María llorando le dijo que no se preocupara por eso, que también ya había perdido ese embarazo.

La mañana siguiente se avecinaba una gran tormenta. Juan estaba listo para ir a la escuela, pero su padre lo detuvo enojado diciéndole que ya no iba a estudiar que se necesitaban más dinero y que tendría que ir con él a trabajar a la mina.

Su madre no pudo impedir la injusticia que su esposo hacía con Juan.
Lo tomó por los tirantes y lo aventó afuera, ella se quedó en casa triste, impotente y preocupada por el feo temporal.

La tormenta llegó al pueblo, nunca había llovido de esa manera, ellos no regresaron en varios días, la angustia de María era enorme, la presa se había reventado, la creciente del río había derrumbado parte de la mina inundando todo el valle, no había camino para ir a buscarlos.

Pasaron cinco días, estaba amaneciendo cuando los vio a lo lejos, corrió hacia a ellos con todas sus fuerzas, los abrazo pero Javier la empujo, “Quítate, puros problemas me causas, no seas ridícula”.

Los meses siguientes fueron aún más difíciles. Varios meses antes de la tormenta ya no se extraía nada de la mina, los dueños la cerraron y despidieron a los trabajadores.

A cada trabajador le dieron muy poco dinero de sueldo y por liquidación diez costales con frijoles, los malvados y cínicos jefes, les habían mandado poner piedras a los costales de frijol para terminar de llenar con ellas los sacos y que pesaran más.

Javier solo tomo el poco dinero y no quiso recoger los costales de frijol.
Juan, con mucho trabajo, cargó con los costales para llevarlos a su madre.

Entonces el padre de Juan se refugió en el alcohol, todos los días la gente del pueblo lo veía muy borracho por las calles.

Nunca más volvieron a saber de él, en el pueblo se rumoraba que el río se lo había llevado una noche que él estaba más borracho.

La madre de Juan consiguió trabajo como cocinera en el hotel del pueblo, tenían poco dinero pero no les faltaba nada, les sobraba el amor, durante varios meses comieron de los costales.
Al limpiar los frijoles, María separaba las piedras y guardaba las que le parecían bonitas, llenó diez cántaros que cubrió con  frijoles.

María se enfermó pero se lo ocultó a Juan, no lo quería preocupar, quería que terminara sus estudios y se convirtiera en un buen hombre.

Juan estudiaba mucho, tenía las mejores calificaciones, ayudaba a su madre en todo lo que podía, siempre con una tierna sonrisa, no quería fallar en algo a su mamá, valoraba el gran esfuerzo que ella hacía por él.

Un día la vio muy agotada y le dijo: “Como me gustaría tener todo el dinero del mundo para que no te falte nada”.
Ella le preguntó: Para qué te serviría tener todo el dinero del mundo si no estuvieras preparado para saber usarlo?
Yo solo quiero verte feliz, que nunca te falte nada, te mereces lo mejor madre,
Ella le contestó…El dinero no da la felicidad hijo. Mi felicidad es saber que eres feliz.

A los pocos días de que Juan terminó su universidad, la enfermedad de María se agravó, antes de morir, con débil voz, le pidió a Juan que nunca destruyera la chimenea, Juan empezó a llorar, sabía que esa era la despedida, ella, con gran esfuerzo, tomó las manos de Juan y depositó en ellas tres frijoles y le dijo: “Hijo, te dejo mi tesoro, los más ricos frijoles, la casa con los jarrones de la chimenea, ahora son tu tesoro”.

Juan le contestó que el verdadero tesoro era ser su hijo.
Ella le dijo lo orgullosa que estaba de verlo convertido en el buen hombre que era.

A los pocos días ella murió.

Pasó el tiempo, Juan se enamoró de una buena mujer, planearon casarse.

Vivirían en la casa que le regaló su mamá.
Juan se dedicó a ponerla bonita, la pinto le instaló piso, hizo una gran cocina pensando y valorando el tiempo que su mamá pasó allí cocinando los más ricos frijoles.

A la chimenea, no le iba a modificar nada, él lo prometió. En lugar de una rejilla, el hueco de la chimenea estaba protegido con los diez jarrones de su mamá, llenos de piedras pero cubiertos con frijoles, Juan sonrió recordando el amor que su madre tenía por la chimenea y el cuidado que tenía con jarrones llenos de las piedras que separó de los frijoles.

Al recordar lo injusto y ruin que fueron con su padre, tomó uno de los jarrones, sacó los frijoles que cubrían las piedras, enojado y con intención de lanzarlas lejos para deshacerse de ellas y de esa manera terminar con ese sentimiento de rencor.

Pero al ver las piedras de cerca, asombrado, no pudo evitar emitir un fuerte sonido de exclamación, al ver lo que en realidad eran esas piedras, vació los demás jarrones, descubriendo que no eran piedras, lo que por tanto tiempo guardaron los jarrones.

Eran pepitas de oro.

Mil sentimientos se mezclaron en su pecho y recordó las palabras de su mamá; Hijo, te dejo mi tesoro.
Se conmocionó al comprender que todo el tiempo su madre supo que esos jarrones guardaban los más ricos frijoles.

Con parte de ese tesoro compró, a muy bajo precio, todas las hectáreas de lo que un día fue la mina, en todo ese tiempo, los malvados hombres no las habían podido vender.

Allí construyó su cálido hogar, sembró muchas hectáreas con frijol, dio trabajo, con muy buena paga, a muchas personas.

 

Juan se limpió las lágrimas al escuchar las alegres voces que lo sacaron de sus recuerdos, eran sus tres hijos que jugando y corriendo iban por él para llevarlo a casa porque su amorosa esposa los esperaba para cenar los más ricos frijoles que ella les cocinó.

Tomados de la mano bajaron el cerro, el mayor de sus hijos le preguntó… Papito, porque te gustan tanto los frijoles?

Antes de contestar, se detuvo, abrazó y besó a sus hijos, después rió fuerte y mirando hacia el cielo, les dijo..

“Me gustan mucho los frijoles, porque son MUY RICOS!

Los más ricos frijoles

Teresa de Anda.

 

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